Era en la
primavera de 1873. La lucha civil ardía vigorosa en el Norte, Cataluña y
Valencia, cuando un buen día apareció por el pueblo el Coronel carlista
Campano, natural de Zarza de Granadilla, en Cáceres. Viajaba ocultamente y
tenía el propósito de encender la guerra en las tranquilas regiones
montañosas de Salamanca y Cáceres, con la mira puesta en la frontera
portuguesa, sin olvidar la Plaza fuerte de Ciudad-Rodrigo.
Si audaz era el
plan, no le faltaban arrestos al citado Coronel para ejecutarlo. Tenía un
medio: pretender que la recluta de los reemplazos, no saliese del territorio
y que, además se incorporasen a la causa legitimista. Halagaba en principio
la pretensión, pues el desplazarse lejos y servir de carne de cañón en tan sangrienta
guerra, no era para la juventud serrana perspectiva halagüeña, en lo que no
les faltaba razón.
Llevaba consigo
dos caballos magníficos, unos fusiles y algunas alforjas con municiones. La
impedimenta no correspondía ciertamente a sus pretenciosos intentos. Batuecas
era su base, donde el rentero y dos hijos jóvenes, le eran fervorosos
seguidores.
(…) El Coronel temió lógicamente un ataque y
tomó medidas para la defensa. A media mañana del siguiente día, una caravana
descendía serpenteando por el camino del Portillo. Se disponían a recibirla con
granizada de balas, cuando reconoció Felipe en los expedicionarios a diversos
parientes y personas de significación del pueblo. A duras penas pudo contener
al Coronel, que a todo trance quería hacer fuego sobre los caminantes.
(…) Hubo, además, ofrecimientos de otra índole
por parte de Campano, que se disponía a internarse en Extremadura. Tampoco fueron
aceptados, también muy cuerdamente, pues, aunque el Coronel logró levantar
una partida de unos trescientos hombres, terminó, al fin, por ser batido y
muerto en tierra de Badajoz.
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